martes, 1 de marzo de 2011

Mil noches son pocas

Abrió los ojos asustado al notar que una fuerte luz le martilleaba los párpados. Le dolía la cabeza como nunca, tenía la boca seca y los oídos taponados. Quiso tapar esa luz con su mano, y agarrarse fuerte la cabeza para intentar reducir el dolor; pero no podía. Miró sus manos, sus brazos, y vio, en sus muñecas, dos enormes grilletes negros, unidos a una cadera serpenteante que se clavaba en la pared. Asustado, quiso levantarse, pero los grilletes no daban para más, a corta cadena reducía mucho su movimiento. Miedoso, recostó su cuerpo semidesnudo contra el frío muro que tenía a su espalda e intentó mirar a través de esa luz que le deslumbraba. El foco acusador le cegaba, le ahogaba los pensamientos y sólo hacía que su dolor de cabeza aumentase. Sentía los fuertes latidos de su corazón en el cerebro, en los oídos, en la mente. Esa luz era peor que mirar al Sol. Forzó la vista y aguantó los gritos de dolor que su garganta deseaba escupir por los grilletes que le acorralaban, que le desollaban las muñecas con el forcejeo, y su cabeza a punto de estallar. A través de la luz, como sombras imperceptibles, pudo ver varias siluetas. De repente, la luz que le señalaba se apagó. Fue entonces cuando, al final de una habitación oscura vio a una multitud de personas que le señalaban, murmuraban, y reían. En el centro de esa multitud, una sombra. Cabizbaja, compungida y con las manos en el rostro. La silueta de su pelo se dibujaba oscura sobre sus hombros. Ella no reía, ella no hablaba, ella lloraba.
La luz  había cesado, pero su cabeza no paraba de golpearle el alma, como algo que le empujase a levantarse, a correr hacia ella. Poco a poco, los murmullos y las risas de las sombras crecían, aumentaban, pero entre todo ese ruido, los sollozos y el crujido de las lágrimas de aquella silueta en el suelo retumbaban por toda la habitación, y llegaban hasta él. De repente, la multitud de sombras burlonas se cernieron sobre la bella silueta, ocultándola a la vista del preso, que se removía entre sus cadenas. Ahora sólo podía escucharla. Ya no la veía, ya no la sentía cerca. Sólo podía escuchar sus sollozos a lo lejos. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, notaba su sabor salado en los labios secos, pero no podía secárselas. Cuando una lágrima más se disponía a bajar por su mejilla, vio con unos ojos vidriosos como las sombras, ahora gritando más que nunca, se apretaban entre ellas, casi aplastando la silueta desconsolada, suponiendo que aún siguiese ahí, y se la llevaban más lejos de él, la alejaban, la apartaban de su lado, imposibilitándole consolarla. Fue entonces cuando los nervios, el miedo y la soledad se apoderaron de él y empezó a gritar, a chillar cosas sin sentido en un rincón, oscuro y frío, revolviéndose por el suelo sin poder moverse. Gritaba, lloraba, pataleaba, estiraba las cadenas. Sus muñecas sangraban ya, su voz se quebraba por el llanto y su voz, aunque muy fuerte, no podía escucharse entre tanto ruido. La llamaba. No sabía su nombre pero la llamaba. Quería acercarse a ella. Quería saber porqué lloraba. Quería consolarla. No sabía nada de ella, pero algo le decía que sabía cómo hacerlo, que se moría de ganas de hacerlo. Quería secar sus lágrimas, quería curar su dolor, quería estar con ella.
Su propia sangre empezaba a manchar el oscuro suelo, su voz ya no se oía, pero su llanto sí. Entonces, desolado y desesperanzado, miró al frente, buscándola entre la multitud, pero no encontró nada. ¿La había perdido? ¿Se había ido para siempre? Desesperado, tiró aún más de sus cadenas, pero no se movían. Buscó por todas partes algo para poder abrir el candado, pero nada le podía servir de ayuda. Cerró los ojos, y se rindió. Dejó de pensar, dejó de intentar escapar, dejó de intentar salvarla… Y se resignó. ¿Tan fácil? ¿Se rendía y ya está? ¿Qué más podía hacer? No tenía herramientas, no tenía accesos, no tenía nada con lo que poder llegar a ella… Aún llorando, recostó su cabeza en el muro, frío y negro de su espalda, y miró al cielo, cerrando los ojos.
En la oscuridad, sólo escuchaba gritos, risas y burlas. No podía ni siquiera desaparecer. No podía evadirse porque su mente no dejaba de pensar en ella. Algo le llamaba, algo le atraía, algo le obligaba a seguir. De lo más profundo de su ser sacó fuerzas para abrir los ojos, y fue entonces cuando notó algo en su mano. No era dolor. No era sangre. Era frío. Era duro. Abrió los ojos y miró su mano izquierda. Una llave. Había estado allí todo el tiempo. Había podio liberarse e ir a por ella para salvarla. Ahora quizás era demasiado tarde. Quizá había tardado demasiado en darse cuenta de su capacidad y de usarla para llegar hasta ella… Abrió los grilletes, sus muñeca destrozadas agradecían la libertad. Se levantó del suelo, con el cuerpo entumecido. Encaró a la multitud, y con paso decidido, se acercó a ellos. Todas las sombras se giraron. Sorprendidas, estallaron en una carcajada conjunta que resonó por toda la habitación. Le señalaban, se reían de él. Entonces, agarró con fuerza la luz que antes le había cegado, e iluminó las caras de todas esas sombras, de todos esos demonios. Al ver la luz, al ver la verdad y la claridad, gritaron asustadas, y como humo, de desvanecieron sin dejar rastro.
En medio de toda aquella luz que iluminaba ahora la habitación, estaba ella, ahora perfectamente clara, nítida y bella. Aún lloraba, pero lo hacía con actitud serena, sin derrumbarse. No le había visto aún. Se acercó. Sentía un enorme impulso, una gran atracción hacia ella. ¿Qué debía hacer? Sus manos sangraban, su cara estaba desencajada por las lágrimas y el dolor, y su cabeza bombeaba al ritmo de mil tambores, pero no le importaba. Ahora estaba con ella, había conseguido llegar. Había roto las cadenas, había roto las barreras, y podía llegar a ella. Podía tocarla, podía besarla, podía acariciarla… Y podía quererla.
XIII