domingo, 29 de mayo de 2011

El cenicero de mi mente.


Tirado en la cama de su habitación, ahogado por la falta de aire estival y un sol que atravesaba la persiana mal cerrada de la noche anterior, agujereando primero la cortina, y después la pared. Oía desde su cama a los niños jugar en el parque, a sus padres comprando el pan y e periódico, otros muchos sentados a la sombra de una terraza tomando una cerveza, a gente ir y venir en una mañana de domingo. ¿Qué lo importaba lo que hubiese fuera? Bastante tenía con lo que correteaba por su interior. El cenicero improvisado que había ido llenando durante la larga noche rebosaba ceniza y desprendía un olor a calcinado que confundía con el suyo propio. Las montañas de papeles, libretas y libros que se amontonaban en su escritorio le recordaban todas las cosas que tenía que hacer, pero el sabor de una mala resaca y el recuerdo de una noche en vela le evadían esa mañana de cualquier responsabilidad. Podía ver sin mirar al espejo las ojeras y la mala cara que tenía, puesto a no había podido conciliar el sueño más de media hora seguida. Su mente era una bomba de relojería, y él, un pobre daltónico que intentaba a la desesperada y sin fortuna averiguar cuál era el cable rojo que debía desactivar para evitar que todo estallase. Mientras, los números, pequeños y rojos, corrían cada vez más rápido, ahogándole. Voces, imágenes, sonidos, músicas y caras se proyectaban a toda velocidad en la oscura pantalla de sus ojos cerrados, chocando, estrellándose las unas con las otras, sin dejar nada en claro. Todas esas ruinas producidas por los estallidos en su mente se acumulaban dentro de su cabeza, convirtiéndose en un líquido espeso que le inundaba los pensamientos, que le ahogaba el alma, y que no le dejaba pensar. Cuando su mente, ennegrecida, estaba completamente inundada, ese líquido empezaba a correr por todo su cuerpo, inundándole entero, mezclándose con el humor y la sangre de sus venas, pudriéndole el estómago y corrompiendo su corazón.
Por primera vez en mucho tiempo, se sentía inseguro. Veía como una gran parte de él, que ya hacía tiempo que no le pertenecía, había creado un mundo interior, un refugio ajeno al resto del mundo, en el que sólo vivían dos personas. Pero ahora, ese mundo temblaba i se tambaleaba a merced de un terremoto imprevisto que pretendía derrumbarlo. Se sentía solo sobre un escenario en el que el público, disconforme con la obra, le lanzaba con rabia tomates de pena y condolencia directos a lo más profundo de su alma.
Mientras sobre su cabeza sobrevolaba la duda de qué era lo que debía hacer, una lágrima atravesó las puertas de su ojo derecho y de deslizó por su mejilla hasta hundirse en el colchón. Se incorporó levemente, abriendo los ojos para recibir los primeros rayos de sol de mañana. Su cuerpo entero se resintió, y tanto sus pupilas como su cerebro se empequeñecieron ante poca pero intensa luz que entraba por la ventana. Era curioso. La persiana estaba totalmente cerrada, una placa de oscuridad que impedía pasar la luz y, además, por si no fuese suficiente, había colocado una cortina para evitar que esa luz pudiera perturbar la oscuridad de su interior. Aún así, venciendo esas barreras, una luz se colaba serpenteante por esos agujeros, haciendo ceder la barrera y rompiendo la oscuridad de su cueva. No tenía la cabeza para metáforas matutinas, pero la entendió rápido y, pese a todo, sonrió.

XIII