domingo, 29 de mayo de 2011

El cenicero de mi mente.


Tirado en la cama de su habitación, ahogado por la falta de aire estival y un sol que atravesaba la persiana mal cerrada de la noche anterior, agujereando primero la cortina, y después la pared. Oía desde su cama a los niños jugar en el parque, a sus padres comprando el pan y e periódico, otros muchos sentados a la sombra de una terraza tomando una cerveza, a gente ir y venir en una mañana de domingo. ¿Qué lo importaba lo que hubiese fuera? Bastante tenía con lo que correteaba por su interior. El cenicero improvisado que había ido llenando durante la larga noche rebosaba ceniza y desprendía un olor a calcinado que confundía con el suyo propio. Las montañas de papeles, libretas y libros que se amontonaban en su escritorio le recordaban todas las cosas que tenía que hacer, pero el sabor de una mala resaca y el recuerdo de una noche en vela le evadían esa mañana de cualquier responsabilidad. Podía ver sin mirar al espejo las ojeras y la mala cara que tenía, puesto a no había podido conciliar el sueño más de media hora seguida. Su mente era una bomba de relojería, y él, un pobre daltónico que intentaba a la desesperada y sin fortuna averiguar cuál era el cable rojo que debía desactivar para evitar que todo estallase. Mientras, los números, pequeños y rojos, corrían cada vez más rápido, ahogándole. Voces, imágenes, sonidos, músicas y caras se proyectaban a toda velocidad en la oscura pantalla de sus ojos cerrados, chocando, estrellándose las unas con las otras, sin dejar nada en claro. Todas esas ruinas producidas por los estallidos en su mente se acumulaban dentro de su cabeza, convirtiéndose en un líquido espeso que le inundaba los pensamientos, que le ahogaba el alma, y que no le dejaba pensar. Cuando su mente, ennegrecida, estaba completamente inundada, ese líquido empezaba a correr por todo su cuerpo, inundándole entero, mezclándose con el humor y la sangre de sus venas, pudriéndole el estómago y corrompiendo su corazón.
Por primera vez en mucho tiempo, se sentía inseguro. Veía como una gran parte de él, que ya hacía tiempo que no le pertenecía, había creado un mundo interior, un refugio ajeno al resto del mundo, en el que sólo vivían dos personas. Pero ahora, ese mundo temblaba i se tambaleaba a merced de un terremoto imprevisto que pretendía derrumbarlo. Se sentía solo sobre un escenario en el que el público, disconforme con la obra, le lanzaba con rabia tomates de pena y condolencia directos a lo más profundo de su alma.
Mientras sobre su cabeza sobrevolaba la duda de qué era lo que debía hacer, una lágrima atravesó las puertas de su ojo derecho y de deslizó por su mejilla hasta hundirse en el colchón. Se incorporó levemente, abriendo los ojos para recibir los primeros rayos de sol de mañana. Su cuerpo entero se resintió, y tanto sus pupilas como su cerebro se empequeñecieron ante poca pero intensa luz que entraba por la ventana. Era curioso. La persiana estaba totalmente cerrada, una placa de oscuridad que impedía pasar la luz y, además, por si no fuese suficiente, había colocado una cortina para evitar que esa luz pudiera perturbar la oscuridad de su interior. Aún así, venciendo esas barreras, una luz se colaba serpenteante por esos agujeros, haciendo ceder la barrera y rompiendo la oscuridad de su cueva. No tenía la cabeza para metáforas matutinas, pero la entendió rápido y, pese a todo, sonrió.

XIII



martes, 1 de marzo de 2011

Mil noches son pocas

Abrió los ojos asustado al notar que una fuerte luz le martilleaba los párpados. Le dolía la cabeza como nunca, tenía la boca seca y los oídos taponados. Quiso tapar esa luz con su mano, y agarrarse fuerte la cabeza para intentar reducir el dolor; pero no podía. Miró sus manos, sus brazos, y vio, en sus muñecas, dos enormes grilletes negros, unidos a una cadera serpenteante que se clavaba en la pared. Asustado, quiso levantarse, pero los grilletes no daban para más, a corta cadena reducía mucho su movimiento. Miedoso, recostó su cuerpo semidesnudo contra el frío muro que tenía a su espalda e intentó mirar a través de esa luz que le deslumbraba. El foco acusador le cegaba, le ahogaba los pensamientos y sólo hacía que su dolor de cabeza aumentase. Sentía los fuertes latidos de su corazón en el cerebro, en los oídos, en la mente. Esa luz era peor que mirar al Sol. Forzó la vista y aguantó los gritos de dolor que su garganta deseaba escupir por los grilletes que le acorralaban, que le desollaban las muñecas con el forcejeo, y su cabeza a punto de estallar. A través de la luz, como sombras imperceptibles, pudo ver varias siluetas. De repente, la luz que le señalaba se apagó. Fue entonces cuando, al final de una habitación oscura vio a una multitud de personas que le señalaban, murmuraban, y reían. En el centro de esa multitud, una sombra. Cabizbaja, compungida y con las manos en el rostro. La silueta de su pelo se dibujaba oscura sobre sus hombros. Ella no reía, ella no hablaba, ella lloraba.
La luz  había cesado, pero su cabeza no paraba de golpearle el alma, como algo que le empujase a levantarse, a correr hacia ella. Poco a poco, los murmullos y las risas de las sombras crecían, aumentaban, pero entre todo ese ruido, los sollozos y el crujido de las lágrimas de aquella silueta en el suelo retumbaban por toda la habitación, y llegaban hasta él. De repente, la multitud de sombras burlonas se cernieron sobre la bella silueta, ocultándola a la vista del preso, que se removía entre sus cadenas. Ahora sólo podía escucharla. Ya no la veía, ya no la sentía cerca. Sólo podía escuchar sus sollozos a lo lejos. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, notaba su sabor salado en los labios secos, pero no podía secárselas. Cuando una lágrima más se disponía a bajar por su mejilla, vio con unos ojos vidriosos como las sombras, ahora gritando más que nunca, se apretaban entre ellas, casi aplastando la silueta desconsolada, suponiendo que aún siguiese ahí, y se la llevaban más lejos de él, la alejaban, la apartaban de su lado, imposibilitándole consolarla. Fue entonces cuando los nervios, el miedo y la soledad se apoderaron de él y empezó a gritar, a chillar cosas sin sentido en un rincón, oscuro y frío, revolviéndose por el suelo sin poder moverse. Gritaba, lloraba, pataleaba, estiraba las cadenas. Sus muñecas sangraban ya, su voz se quebraba por el llanto y su voz, aunque muy fuerte, no podía escucharse entre tanto ruido. La llamaba. No sabía su nombre pero la llamaba. Quería acercarse a ella. Quería saber porqué lloraba. Quería consolarla. No sabía nada de ella, pero algo le decía que sabía cómo hacerlo, que se moría de ganas de hacerlo. Quería secar sus lágrimas, quería curar su dolor, quería estar con ella.
Su propia sangre empezaba a manchar el oscuro suelo, su voz ya no se oía, pero su llanto sí. Entonces, desolado y desesperanzado, miró al frente, buscándola entre la multitud, pero no encontró nada. ¿La había perdido? ¿Se había ido para siempre? Desesperado, tiró aún más de sus cadenas, pero no se movían. Buscó por todas partes algo para poder abrir el candado, pero nada le podía servir de ayuda. Cerró los ojos, y se rindió. Dejó de pensar, dejó de intentar escapar, dejó de intentar salvarla… Y se resignó. ¿Tan fácil? ¿Se rendía y ya está? ¿Qué más podía hacer? No tenía herramientas, no tenía accesos, no tenía nada con lo que poder llegar a ella… Aún llorando, recostó su cabeza en el muro, frío y negro de su espalda, y miró al cielo, cerrando los ojos.
En la oscuridad, sólo escuchaba gritos, risas y burlas. No podía ni siquiera desaparecer. No podía evadirse porque su mente no dejaba de pensar en ella. Algo le llamaba, algo le atraía, algo le obligaba a seguir. De lo más profundo de su ser sacó fuerzas para abrir los ojos, y fue entonces cuando notó algo en su mano. No era dolor. No era sangre. Era frío. Era duro. Abrió los ojos y miró su mano izquierda. Una llave. Había estado allí todo el tiempo. Había podio liberarse e ir a por ella para salvarla. Ahora quizás era demasiado tarde. Quizá había tardado demasiado en darse cuenta de su capacidad y de usarla para llegar hasta ella… Abrió los grilletes, sus muñeca destrozadas agradecían la libertad. Se levantó del suelo, con el cuerpo entumecido. Encaró a la multitud, y con paso decidido, se acercó a ellos. Todas las sombras se giraron. Sorprendidas, estallaron en una carcajada conjunta que resonó por toda la habitación. Le señalaban, se reían de él. Entonces, agarró con fuerza la luz que antes le había cegado, e iluminó las caras de todas esas sombras, de todos esos demonios. Al ver la luz, al ver la verdad y la claridad, gritaron asustadas, y como humo, de desvanecieron sin dejar rastro.
En medio de toda aquella luz que iluminaba ahora la habitación, estaba ella, ahora perfectamente clara, nítida y bella. Aún lloraba, pero lo hacía con actitud serena, sin derrumbarse. No le había visto aún. Se acercó. Sentía un enorme impulso, una gran atracción hacia ella. ¿Qué debía hacer? Sus manos sangraban, su cara estaba desencajada por las lágrimas y el dolor, y su cabeza bombeaba al ritmo de mil tambores, pero no le importaba. Ahora estaba con ella, había conseguido llegar. Había roto las cadenas, había roto las barreras, y podía llegar a ella. Podía tocarla, podía besarla, podía acariciarla… Y podía quererla.
XIII

domingo, 27 de febrero de 2011

Cuatro paredes

Un hombre va al médico. Le cuenta que está deprimido. Le dice que la vida le parece dura y cruel. Dice que se siente muy solo en este mundo lleno de amenazas donde lo que nos espera es vago e incierto. El doctor le responde "El tratamiento es sencillo. El gran payaso Pagliacci se encuentra esta noche en la ciudad. Vaya a verlo. Eso lo animará". El hombre se echa a llorar. Y dice "Pero, doctor... yo soy Pagliacci”

No tenía terraza, pero su pequeño balcón le bastaba. Necesitaba respirar aire fresco y despejarse, pero acabó sentado en el suelo, recostado sobre las frías e incomodas barandillas, mezclando el clarificador y deseado aire fresco con el ardiente y mortal humo de un cigarro. No estaba cómodo, pero no le importaba. Sonrío al ver su propio reflejo en el cristal: tirado sobre unas baldosas heladas, en un habitáculo incómodo y pequeño, y rodeado de rejas grisáceas que intercambiaban la luz de un moribundo sol de invierno, que se colaba tímido y sin fuerzas, por una mezcla homogénea de humo y vaho, que conseguía escapar entre ellas y perderse en la inmensidad del atardecer.
Ahí sentado, en su pequeña cárcel, con el mundo a sus pies. La comicidad de la situación le hizo esbozar una sonrisa amarga e irónica al ver reflejado en ese escenario el calabozo intangible en el que estaba preso. Su mente eran cuatro paredes demasiado juntas, que muchas veces le dificultaban respirar. Arriba, en el techo, se abría sobre su cabeza un cielo azul y claro durante el día, y una noche despejada y dulce cuando el sol se escondía. Pero él sabía cómo salir de allí. Él conocía el secreto, sabía cómo escapar. Cuando se encontraba preso, solo y atrapado, sabía cómo construir una escalera, cómo escalar por esas resbaladizas paredes y cómo disfrutar de esa realidad que se abría sobre su cabeza, para él, para disfrutarla, para vivirla. Poca gente sabe cómo evitar ese calabozo, pocas personas conocen cómo escapar de esa autoridad intangible e impersonal que nos atrapa en nuestro calabozo sin cargos ni acusaciones, simplemente por su propia voluntad. Todos caemos, todos nos enterramos en nuestro propio agujero y tardamos mucho en saber cómo llegar a salir, viendo la realidad, la vida ahí fuera sin poder alcanzarla.
Su mente divagaba en el balcón. Ni siquiera el aire fresco conseguía aclarar sus ideas y despejar su cabeza. Se conocía a sí mismo. Sabía que conocía como salir de ese agujero, pero también sabía con certeza que había intentado escalar muchas veces esas paredes resbaladizas y traicioneras y, que cuando había conseguido salir, algo le había agarrado, le había arrastrado y le había hecho caer otra vez al fondo del agujero, obligándole a tener que esforzarse para salir otra vez.
Su cigarro se iba terminando, como también sus ganas de darle más vueltas. Su cerebro estaba cansado, no quería pensar más. Fue entonces cuando pensó: “¿Y si me quedo aquí?” No entendía por qué tenían que existir dos realidades distintas, no podía llegar a comprender por qué tenía ese concepto de la realidad. “¿Y si, en el fondo, todo sea parte del mismo conjunto? Es decir: ¿Y si este agujero formase parte de nuestra vida, de la vida que tanto deseamos y que por estar encerramos aquí creemos que no podemos alcanzar?” Quizá ésta cárcel, éste agujero, no fuese más que un conjunto de paredes creadas por nuestra mente, por nuestro alrededor, para justificar los problemas, los contratiempos, la mala suerte, cuando realmente, todo eso, forma parte de esa vida, de esa realidad que tanto buscamos, que tanto deseamos. Tal vez la solución sea, simplemente, amoldarnos a esos problemas, no darles mayor importancia que a las cosas que nos hacen sentir bien, que nos hacen felices, a compensar unas con otras y convertir nuestra cárcel en nuestra vida, romper las barreras, tumbar las paredes, romper los tabiques y colocar el frío suelo en el que caemos a la misma altura que la realidad feliz y dulce que todos deseamos, para que cuando algo nos arrastre hasta el fondo, no haya fondo, no haya caída.
Lanzó el cigarro entre los barrotes, cogió todo el aire que eran capaces de contener sus pulmones, y se alzó. Se levantó por encima de las barandillas que le mostraban una realidad lejana y rayada para ver por encima de ellas y ahora, con los muros a la altura de la cintura, recibía con una sonrisa el aire en su cara, el oxígeno en sus pulmones y veía, ahora sí, el mundo frente a él, abierto, despejado, libre… Y sin miedo a caer.
XIII



miércoles, 23 de febrero de 2011

Anoche me faltó el aire...

Anoche me faltó el aire. Mi boca abierta buscaba un suspiro, pero éste se escurría entre mis labios. En un rincón de mi cama, sudoroso y asustado, me vi gritando en silencio, susurrando a gritos súplicas desesperadas a unas bocanadas de aire que huían de mis entrañas. Con el pecho en llamas me levanté de la cama y, a tientas por mi pequeña cueva, atravesé la agridulce oscuridad que se apilaba entre mis cuatro paredes, y llegué a la ventana. Sentía mi cara iluminada por los pequeños claros que agujereaban la oscuridad, y el frío del cristal recorriendo todo mi cuerpo a través de mi mano. Subí la persiana, bañándome en una negrura urbana, manchada de luz. Me faltaba aire. Me faltaban fuerzas. Hacía días que tenía hambre y no podía calmar mi hambruna. Hacía días que moría de sed y no podía dejar de sentirme sediento. Hacía tiempo que me sentía cansado pero el sueño no mataba mi agotamiento. Y ahora, de repente, quería respirar. Necesitaba aire, y no lo alcanzaba. El vacío no podía llenar mis pulmones, mi cuerpo ni mi mente. Entonces, cuando mi cuerpo se tambaleaba como una peonza sin fuerzas y mi vista empezaba a difuminarse, abrí la ventana, y mi alma se escapó. La habitación se inundó de noche, las paredes se pintaron de oscuro frío invernal y mis pulmones se llenaron otra vez de aire fresco, frío, helado, mientras mi cuerpo, rígido e inmóvil, contemplaba como mi alma se mecía con el viento por la oscuridad de la noche, como atravesaba las lóbregas nubes, como rozaba las estrellas que, como ella, brillaban solitarias en medio de la noche, como se empapaba de espuma de mar al pasearse por encima de las olas, como el rocío le salpicaba la cara cuando corría por los bosques y como me contemplaba a mí des de lo alto de los más altos picos. Desde mi ventana contemplé a mi alma, que entre la lobreguez de la noche corría, nadaba y volaba… Libre, feliz y completa.
XIII


domingo, 6 de febrero de 2011

Quédate

“Porque no siempre los sueños son más bellos que la propia realidad. N
Se despertó en la penumbra de su habitación, atravesada por unos pequeños claros de luz que se clavaban en la pared. Ropa sucia por el suelo. Se había quedado dormido con la misma camisa de la noche anterior. Olía a noche, a humo y a olvido.
Se levantó de la cama después de haber tenido el mismo sueño que las últimas noches: ella le susurraba, pero él no la entendía porque estaba sordo. Le decía que le quería, pero él estaba mudo para contestarle. Le cogía la mano, pero él era incapaz de sentirla. Ella le pedía que se acercase, gesticulaba cariñosamente con las manos y los brazos, pero algo le cegaba y le imposibilitaba verla. Finalmente, harta de esperarle, desaparecía, y él, despertaba con la sensación de haber perdido una parte de su alma, una pequeña porción que desaparecía cada noche.
Ya no sabía cuántas partes de su alma guardaba aún en su interior, pero cada mañana, frente al espejo, veía a un hombre que iba vaciándose como un globo sin nudo.
¿Quién era? ¿Qué hacía en su cabeza? Nunca la había visto… ¿O sí? Nunca la había conocido… O eso creía. Pero sabía con certeza que cada vez que la soñaba moría de ganas por pasar cada segundo de su existencia con ese fantasma utópico e irreal que se desvanecía sin más.
Una vez más, se miró al espejo. Unos ojos inyectados en sangre le devolvieron una mirada asustada, miedosa, interrogativa y suplicante. Se pasó la mano por el pelo, se tocó la incipiente barba y se fue a la calle sin tan siquiera intentar arreglar su lamentable aspecto y sin comer nada: hacía días que no tenía demasiada hambre.
Salió a la calle demasiado deprisa, sintiendo con dolor el fuerte golpe del sol y el aire recalentado y espeso en la cara. Cuando sus ojos se acostumbraron, el dolor pasó a su cabeza y, con una mueca en la cara, empezó a caminar, sin rumbo.
Desayunó un cigarrillo mientras andaba sin rumbo por la rambla de su barrio. Le supo a hollín y ceniza, casi como si se lo estuviese fumando al revés, pero no lo soltó, necesitaba agarrarse a la realidad efímera del cigarro: le recordaba al sueño.
Caminaba solo por la calle, no se había dado cuenta de la poca gente que había. “Un momento”, pensó, “¿qué hora es?”. No llevaba reloj. No se oía ni un ruido. “¿Qué día era?”. No lo recordaba. Ni un coche, ni un niño, ni una tienda, ni un simple perro. Asustado, corrió. Empezó a correr, sin soltar el cigarro, que se consumía con el roce del viento. Llegó a la carretera y se plantó en el medio. Ni un coche. “¿¡Hola?!”. Nada. Gritó mil veces a pleno pulmón, o eso intentó, porque de su boca sólo salía humo, que se perdía sin remedio. No podía hablar, no podía escuchar. De repente, dolor. El cigarro se había consumido y ya le quemaba los dedos. Lo soltó rápidamente con una queja sorda y muda, la misma rapidez con la que el dolor desapareció. No podía sentir. Levantó la mirada. Ahora la carretera era infinita. Se perdía en la lejanía de un cielo demasiado azul para la ciudad. Y allí, en la línea del horizonte que partía la infinita carretera con el cielo demasiado azul, estaba ella, sólo una sombra a contraluz, pero la reconoció al instante. Empezó a correr. No oía sus pasos, no sentía la calzada bajo sus pies, ni la fatiga en sus pulmones de fumador, ni el sonido de su respiración. Corría, corría como nunca… Pero no avanzaba. Ella le llamaba, movía las manos, abría lo brazos para recibirle a su llegada, pero él nunca llegaba. Gritó con todas sus fuerzas pero sólo escupió palabras humeantes que se perdieron sin que nadie las escuchase.
Se derrumbó. Cayó al suelo como si alguien le hubiese abatido de un disparo. Y al caer, sí que pudo oír, si que pudo sentir. Y sintió y oyó en su pecho el crujir de mil vajillas contra el suelo, la caída de la más alta montaña, la ola más grande y más poderosa estrellándose contra las rocas… Su alma partiéndose en mil pedazos contra el asfalto de una calzada interminable.
Se sentía muerto, roto en el suelo. No sentía ni frío, ni hambre, ni sed, sólo ganas de quedarse allí tumbado, para siempre. En silencio. Callado. Solo. Muerto.
“Ven, por favor”, se escuchó entre el silencio. Abrió los ojos, cogió aire y levanto la cabeza, lo suficiente para ver que ella seguía allí. No se había ido, no se había desvanecido. Le estaba esperando.
No tenía fuerzas para incorporarse, no sabía ni siquiera si debía intentar alzarse. Pero había algo que le arrastraba, que le llenaba de fuerzas y le atraía de forma increíble. Inventó fuerzas para arrastrarse, para llevar su cuerpo hacia ella. Ahora sí que avanzaba, lenta y toscamente, a rastras, pero avanzaba. Los codos y las rodillas se desollaban contra el asfalto, pero no le importaba, no sentía el dolor. La tenía cerca, podía olerla, podía sentirla, podía casi tocarla… ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Por qué la amaba sin conocerla? Pronto lo sabría: ya estaban los suficientemente cerca para hablar. “¿Quién eres?” susurró sin fuerzas. Ella se agachó. Le acarició la cara con la mano izquierda. Él no podía responder, no podía pensar. Ella acercó su cara a la suya, y él pudo sentirla, por fin, cálida, suave y dulce. Sintió su olor. Sintió su mejilla junto a la suya. Sintió sus labios juntos a los suyos y un escalofrío recorrió su espalda, su cerebro, su corazón, su memoria, su pensamiento… Y le llenó de alma.
“¿Quién eres?” susurró él, ahora con media sonrisa, feliz, al fin. “Soy todo lo que necesitas, soy tu vida, soy tu alma, tu mitad”, confesó ella. “Quédate, no te vayas”, susurró él con el último aliento de sus fuerzas.
Se despertó en la penumbra de su habitación, atravesada por unos pequeños claros de luz que se clavaban en la pared. Ropa sucia por el suelo. Se había quedado dormido con la misma camisa de la noche anterior. Intentó levantarse de la cama, pero una mano se posó en su pecho, y con una voz suave, tierna, dulce y medio adormecida le susurró: “Quédate, no te vayas”.


Para cerrar este post, y ya que la temática coincide con la situación, me gustaría guardar un pequeño rincón para desearle a un gran amigo, a un intrépido viajero y a una increíble persona, la mejor suerte del mundo, ya que pocos la merecen como él, y decirle también que le espero a la vuelta, ya que le debo dos cervezas, y que si tarda demasiado, se las llevaré personalmente donde haga falta. Recuerda que todo es difícil antes de ser sencillo.
Mucha suerte Dani, disfruta, aprende y vive. Hasta la vuelta.

XIII


jueves, 3 de febrero de 2011

Sant Jordi si, Sant Valentí no.

Enamorats i enamorades, he de dir-vos una cosa. Més que dir-vos res, en realitat, és més aviat un favor. No, mentida. Més aviat és una ordre, una recomanació exigent, i la faig amb temps perquè després no digueu que no us ho he avisat.
Com tots sabeu, som a Catalunya. Fins aquí tot bé, no? Doncs bé, el proper 14 de febrer, a Catalunya, serà dilluns, simplement serà dilluns 14 de febrer, un dia en el que el santoral catòlic celebra Sant Valentí. Ni és el dia dels enamorats, ni és el dia de les parelletes, ni és el dia de l’amor. L’única cosa que hauríeu de fer com a bons catalans el proper dia 14, si teniu el costum de celebrar els sants, és felicitar a tot aquell conegut que s’anomeni Valentí.
No heu d’estar més enamorats, no heu d’estimar més la vostra parella, ni aprofitar el dia per fer declaracions i comentaris de caire més amorós i apassionats del normal. Perquè som a Catalunya, i aquí se celebra Sant Jordi, el dia de l’amor i de la cultura literària. Aquí canviem roses, per llibres.
Però no tan sols empraré l’argument nacionalista, sinó simplement em remetré a la tradició. Sant Jordi és una tradició catalana que es remunta al segle XV, quan es regalava una rosa, una senyera i una espiga: símbols d’amor, passió, pàtria i fertilitat. És per això que és una tradició de tanta importància i sentiment per al poble català, un dia que serveix per demostrar amor, tant carnal com cultural i nacional i que, per tant, aquest és el motiu pel qual el dia 23 d’abril és dia de la rosa a Catalunya, el nostre particular tribut a l’amor.
Sant Valentí, en canvi, és un tradició anglosaxona que ha arribat a Espanya gràcies a la influència de les pel·lícules angleses i americanes que ens el mostren com el dia de l’amor. Doncs bé, no estic disposat a acceptar una tradició anglesa en detriment d’una tradició tant antiga com Sant Jordi. Si ho volen celebrar a Espanya, que ho facin, ja que si no tenen una història i tradició decent, bé se l’hauran d’inventar. Però no aquí, no a Catalunya. Aquí tenim Sant Jordi, un dia de primavera en el que ja comença a fer calor i la gent surt al carrer i s’hi troba llibres i roses, no un 14 de febrer en el que l’única cosa que s’hi veu són adolescents hipòcrites que adopten una tradició estrangera per comoditat.
Per tant, la petició de la que us parlava al principi crec que ja ha quedat prou clara: si us considereu catalans, no cometeu l’hipocresia de celebrar Sant Valentí, i espereu al preciós, històric i català dia de Sant Jordi.
Sant Jordi sí, Sant Valentí no.
XIII



miércoles, 2 de febrero de 2011

El Mito de la Taberna

- Póngame una copa de Sentido, por favor.
- ¡Oh...! Lo siento, pero de eso no tenemos, por aquí.
- ¿Y sabe dónde puedo encontrar un poco?
- No creo que encuentre por esta ciudad, no es muy frecuente últimamente...
- Pues entonces póngame una taza de Suerte con dos terrones de azúcar, por favor.
- De eso sí que tenemos, pero desgraciadamente no creo que usted pueda pagarlo.
- ¿Y cómo es eso? ¡Llevo mucho dinero! ¿Qué se ha creído usted?
- Justamente por eso, señor, porque no se puede comprar con dinero, ni convencer con palabras: esa copa se la tiene usted que ganar.
- Pues póngame un carajillo de Amor, que caliente este alma solitaria.
- ¿De verdad quiere uno?
- ¿Que no me ha oído cómo se lo he pedido?
- Sí, sí le he oído. Lo que pasa es que este tipo de bebidas, tienen un sabor más especial si las hace uno mismo, ¿sabe lo que quiero decir? No hay nada mejor que prepararlo usted mismo, con tiempo, con dedicación y con ganas, porque si lo compra, si lo pide hecho, ni tiene el mismo sabor, ni el mismo gusto... Debe saber por su cuenta lo que significa beber esta copa, y para ello, necesita prepararla usted mismo, ¿verdad que me entiende?
- ¡¿Y qué es lo que me puede ofrecer, entonces?!
- Una copa de Realidad, por ejemplo...
- ¡¿Y se puede saber qué es eso?!
- Hombre, es una copa curiosa, ya que según dicen, todo el mundo le encuentra un sabor diferente, y saber beberla es un arte. Hay gente que la encuentra amarga, otros la encuentran muy dulce. Hay quien la nota demasiado espesa, agridulce e, incluso, picante. También he visto mucha gente que la encuentra gustosa y sabrosa, pero muchos otros, en cambio, dicen que parece agua: insípida, inodora e incolora. Mucha gente dice que es una bebida excitante, interesante y muy viva, otros, en cambio, no la toman nunca porque dicen que es demasiado triste e insípida. Hay gente que bebe mucha de golpe, y no le sienta muy bien, otros en cambio, la toman muy poco a poco, con miedo, como si fuese una bebida demasiado fuerte para ellos. Pero hay unos pocos, que la beben decididos, y que no se paran a pensar qué sabor tiene, cómo huele o qué pinta tiene el líquido, sino que simplemente la beben y la disfrutan tal y como es, tanto si la encuentran dulce, como amarga, espesa, o con burbujas, excitante o relajante... Hay gente que simplemente la bebe, la saborea y se lo traga, dejando el vaso vacío y pidiendo otra, ya que esta gente, cuando ha probado una con esta seguridad, nunca se cansa y entonces quiere otra, y otra…
- Está bien, ¡pues ponga hacerme una!
- Ya la tiene delante, señor. Se la he puesto sólo verlo entrar por la puerta. Sólo tiene que abrir los ojos, mirar, coger el vaso, y beber, con fuerza, sin miedo. No se eche atrás, sólo hay un camino, y es hacia adelante, y sólo usted puede decidir cómo atravesarlo. Salud, amigo mío.