domingo, 6 de febrero de 2011

Quédate

“Porque no siempre los sueños son más bellos que la propia realidad. N
Se despertó en la penumbra de su habitación, atravesada por unos pequeños claros de luz que se clavaban en la pared. Ropa sucia por el suelo. Se había quedado dormido con la misma camisa de la noche anterior. Olía a noche, a humo y a olvido.
Se levantó de la cama después de haber tenido el mismo sueño que las últimas noches: ella le susurraba, pero él no la entendía porque estaba sordo. Le decía que le quería, pero él estaba mudo para contestarle. Le cogía la mano, pero él era incapaz de sentirla. Ella le pedía que se acercase, gesticulaba cariñosamente con las manos y los brazos, pero algo le cegaba y le imposibilitaba verla. Finalmente, harta de esperarle, desaparecía, y él, despertaba con la sensación de haber perdido una parte de su alma, una pequeña porción que desaparecía cada noche.
Ya no sabía cuántas partes de su alma guardaba aún en su interior, pero cada mañana, frente al espejo, veía a un hombre que iba vaciándose como un globo sin nudo.
¿Quién era? ¿Qué hacía en su cabeza? Nunca la había visto… ¿O sí? Nunca la había conocido… O eso creía. Pero sabía con certeza que cada vez que la soñaba moría de ganas por pasar cada segundo de su existencia con ese fantasma utópico e irreal que se desvanecía sin más.
Una vez más, se miró al espejo. Unos ojos inyectados en sangre le devolvieron una mirada asustada, miedosa, interrogativa y suplicante. Se pasó la mano por el pelo, se tocó la incipiente barba y se fue a la calle sin tan siquiera intentar arreglar su lamentable aspecto y sin comer nada: hacía días que no tenía demasiada hambre.
Salió a la calle demasiado deprisa, sintiendo con dolor el fuerte golpe del sol y el aire recalentado y espeso en la cara. Cuando sus ojos se acostumbraron, el dolor pasó a su cabeza y, con una mueca en la cara, empezó a caminar, sin rumbo.
Desayunó un cigarrillo mientras andaba sin rumbo por la rambla de su barrio. Le supo a hollín y ceniza, casi como si se lo estuviese fumando al revés, pero no lo soltó, necesitaba agarrarse a la realidad efímera del cigarro: le recordaba al sueño.
Caminaba solo por la calle, no se había dado cuenta de la poca gente que había. “Un momento”, pensó, “¿qué hora es?”. No llevaba reloj. No se oía ni un ruido. “¿Qué día era?”. No lo recordaba. Ni un coche, ni un niño, ni una tienda, ni un simple perro. Asustado, corrió. Empezó a correr, sin soltar el cigarro, que se consumía con el roce del viento. Llegó a la carretera y se plantó en el medio. Ni un coche. “¿¡Hola?!”. Nada. Gritó mil veces a pleno pulmón, o eso intentó, porque de su boca sólo salía humo, que se perdía sin remedio. No podía hablar, no podía escuchar. De repente, dolor. El cigarro se había consumido y ya le quemaba los dedos. Lo soltó rápidamente con una queja sorda y muda, la misma rapidez con la que el dolor desapareció. No podía sentir. Levantó la mirada. Ahora la carretera era infinita. Se perdía en la lejanía de un cielo demasiado azul para la ciudad. Y allí, en la línea del horizonte que partía la infinita carretera con el cielo demasiado azul, estaba ella, sólo una sombra a contraluz, pero la reconoció al instante. Empezó a correr. No oía sus pasos, no sentía la calzada bajo sus pies, ni la fatiga en sus pulmones de fumador, ni el sonido de su respiración. Corría, corría como nunca… Pero no avanzaba. Ella le llamaba, movía las manos, abría lo brazos para recibirle a su llegada, pero él nunca llegaba. Gritó con todas sus fuerzas pero sólo escupió palabras humeantes que se perdieron sin que nadie las escuchase.
Se derrumbó. Cayó al suelo como si alguien le hubiese abatido de un disparo. Y al caer, sí que pudo oír, si que pudo sentir. Y sintió y oyó en su pecho el crujir de mil vajillas contra el suelo, la caída de la más alta montaña, la ola más grande y más poderosa estrellándose contra las rocas… Su alma partiéndose en mil pedazos contra el asfalto de una calzada interminable.
Se sentía muerto, roto en el suelo. No sentía ni frío, ni hambre, ni sed, sólo ganas de quedarse allí tumbado, para siempre. En silencio. Callado. Solo. Muerto.
“Ven, por favor”, se escuchó entre el silencio. Abrió los ojos, cogió aire y levanto la cabeza, lo suficiente para ver que ella seguía allí. No se había ido, no se había desvanecido. Le estaba esperando.
No tenía fuerzas para incorporarse, no sabía ni siquiera si debía intentar alzarse. Pero había algo que le arrastraba, que le llenaba de fuerzas y le atraía de forma increíble. Inventó fuerzas para arrastrarse, para llevar su cuerpo hacia ella. Ahora sí que avanzaba, lenta y toscamente, a rastras, pero avanzaba. Los codos y las rodillas se desollaban contra el asfalto, pero no le importaba, no sentía el dolor. La tenía cerca, podía olerla, podía sentirla, podía casi tocarla… ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Por qué la amaba sin conocerla? Pronto lo sabría: ya estaban los suficientemente cerca para hablar. “¿Quién eres?” susurró sin fuerzas. Ella se agachó. Le acarició la cara con la mano izquierda. Él no podía responder, no podía pensar. Ella acercó su cara a la suya, y él pudo sentirla, por fin, cálida, suave y dulce. Sintió su olor. Sintió su mejilla junto a la suya. Sintió sus labios juntos a los suyos y un escalofrío recorrió su espalda, su cerebro, su corazón, su memoria, su pensamiento… Y le llenó de alma.
“¿Quién eres?” susurró él, ahora con media sonrisa, feliz, al fin. “Soy todo lo que necesitas, soy tu vida, soy tu alma, tu mitad”, confesó ella. “Quédate, no te vayas”, susurró él con el último aliento de sus fuerzas.
Se despertó en la penumbra de su habitación, atravesada por unos pequeños claros de luz que se clavaban en la pared. Ropa sucia por el suelo. Se había quedado dormido con la misma camisa de la noche anterior. Intentó levantarse de la cama, pero una mano se posó en su pecho, y con una voz suave, tierna, dulce y medio adormecida le susurró: “Quédate, no te vayas”.


Para cerrar este post, y ya que la temática coincide con la situación, me gustaría guardar un pequeño rincón para desearle a un gran amigo, a un intrépido viajero y a una increíble persona, la mejor suerte del mundo, ya que pocos la merecen como él, y decirle también que le espero a la vuelta, ya que le debo dos cervezas, y que si tarda demasiado, se las llevaré personalmente donde haga falta. Recuerda que todo es difícil antes de ser sencillo.
Mucha suerte Dani, disfruta, aprende y vive. Hasta la vuelta.

XIII


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