domingo, 27 de febrero de 2011

Cuatro paredes

Un hombre va al médico. Le cuenta que está deprimido. Le dice que la vida le parece dura y cruel. Dice que se siente muy solo en este mundo lleno de amenazas donde lo que nos espera es vago e incierto. El doctor le responde "El tratamiento es sencillo. El gran payaso Pagliacci se encuentra esta noche en la ciudad. Vaya a verlo. Eso lo animará". El hombre se echa a llorar. Y dice "Pero, doctor... yo soy Pagliacci”

No tenía terraza, pero su pequeño balcón le bastaba. Necesitaba respirar aire fresco y despejarse, pero acabó sentado en el suelo, recostado sobre las frías e incomodas barandillas, mezclando el clarificador y deseado aire fresco con el ardiente y mortal humo de un cigarro. No estaba cómodo, pero no le importaba. Sonrío al ver su propio reflejo en el cristal: tirado sobre unas baldosas heladas, en un habitáculo incómodo y pequeño, y rodeado de rejas grisáceas que intercambiaban la luz de un moribundo sol de invierno, que se colaba tímido y sin fuerzas, por una mezcla homogénea de humo y vaho, que conseguía escapar entre ellas y perderse en la inmensidad del atardecer.
Ahí sentado, en su pequeña cárcel, con el mundo a sus pies. La comicidad de la situación le hizo esbozar una sonrisa amarga e irónica al ver reflejado en ese escenario el calabozo intangible en el que estaba preso. Su mente eran cuatro paredes demasiado juntas, que muchas veces le dificultaban respirar. Arriba, en el techo, se abría sobre su cabeza un cielo azul y claro durante el día, y una noche despejada y dulce cuando el sol se escondía. Pero él sabía cómo salir de allí. Él conocía el secreto, sabía cómo escapar. Cuando se encontraba preso, solo y atrapado, sabía cómo construir una escalera, cómo escalar por esas resbaladizas paredes y cómo disfrutar de esa realidad que se abría sobre su cabeza, para él, para disfrutarla, para vivirla. Poca gente sabe cómo evitar ese calabozo, pocas personas conocen cómo escapar de esa autoridad intangible e impersonal que nos atrapa en nuestro calabozo sin cargos ni acusaciones, simplemente por su propia voluntad. Todos caemos, todos nos enterramos en nuestro propio agujero y tardamos mucho en saber cómo llegar a salir, viendo la realidad, la vida ahí fuera sin poder alcanzarla.
Su mente divagaba en el balcón. Ni siquiera el aire fresco conseguía aclarar sus ideas y despejar su cabeza. Se conocía a sí mismo. Sabía que conocía como salir de ese agujero, pero también sabía con certeza que había intentado escalar muchas veces esas paredes resbaladizas y traicioneras y, que cuando había conseguido salir, algo le había agarrado, le había arrastrado y le había hecho caer otra vez al fondo del agujero, obligándole a tener que esforzarse para salir otra vez.
Su cigarro se iba terminando, como también sus ganas de darle más vueltas. Su cerebro estaba cansado, no quería pensar más. Fue entonces cuando pensó: “¿Y si me quedo aquí?” No entendía por qué tenían que existir dos realidades distintas, no podía llegar a comprender por qué tenía ese concepto de la realidad. “¿Y si, en el fondo, todo sea parte del mismo conjunto? Es decir: ¿Y si este agujero formase parte de nuestra vida, de la vida que tanto deseamos y que por estar encerramos aquí creemos que no podemos alcanzar?” Quizá ésta cárcel, éste agujero, no fuese más que un conjunto de paredes creadas por nuestra mente, por nuestro alrededor, para justificar los problemas, los contratiempos, la mala suerte, cuando realmente, todo eso, forma parte de esa vida, de esa realidad que tanto buscamos, que tanto deseamos. Tal vez la solución sea, simplemente, amoldarnos a esos problemas, no darles mayor importancia que a las cosas que nos hacen sentir bien, que nos hacen felices, a compensar unas con otras y convertir nuestra cárcel en nuestra vida, romper las barreras, tumbar las paredes, romper los tabiques y colocar el frío suelo en el que caemos a la misma altura que la realidad feliz y dulce que todos deseamos, para que cuando algo nos arrastre hasta el fondo, no haya fondo, no haya caída.
Lanzó el cigarro entre los barrotes, cogió todo el aire que eran capaces de contener sus pulmones, y se alzó. Se levantó por encima de las barandillas que le mostraban una realidad lejana y rayada para ver por encima de ellas y ahora, con los muros a la altura de la cintura, recibía con una sonrisa el aire en su cara, el oxígeno en sus pulmones y veía, ahora sí, el mundo frente a él, abierto, despejado, libre… Y sin miedo a caer.
XIII



1 comentario:

  1. ¿En todos tus relatos tiene que salir la palabra cigarrillo? ¿No sabes que fumar mata? Pues de escribir tanto esa palabra seguro que mínimo pillas un constipado. Aun así me ha gustado

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